sábado, 23 de junio de 2012

Recuerdos que la memoria esconde...


Las campanas lejanas de la Iglesia de Carmelo, rompían el silencio de la noche llamando a maitines, a lo lejos se escuchaba el renqueante ruido de los trenes maniobrando en la estación y alguna voz mas elevada de lo habitual de algún trasnochador, podía escucharse en la calle.
No había trafico de coches, a lo sumo pasaba uno cada 20 minutos y las horas tempranas a las que nos levantábamos para ir al colegio, mantenían aún las calles vacías. Sobre las ocho de la mañana, se podía escuchar la sirena de los talleres de carrocerías Moneo, en la Cuesta de Ramón y Cajal, llamando al tajo a los operarios, que en fila, portando en sus manos pequeñas fiambreras iniciaban otra jornada más construyendo aquellas carrocerías de madera para los viejos autocares que luego recorrerían la provincia.
En el solitario Parque San Francisco, algún ave madrugadora entonaba sus primeros cánticos entre las ramas de los árboles, mientras Samuel, el panadero cargaba su furgoneta con el género que repartiría durante la mañana.
Jugando al escondite, el sol se asomaba entre las cúpulas de las torres de la Catedral y la Clerecía, llenando de luz una mañana que perezosa comenzaba a despertar.
Cargado con aquella cartera de cuero, con correajes de mochila, bajaba los veinte escalones de casa para dirigirme al colegio, aquel Colegio Marista, que había estrenado nuevo edificio el año 1957 y al que me acompañaba mi abuelo en mi primer día de clase.
Apenas novecientos metros separaban mi casa del colegio, novecientos metros que me parecían todo un mundo, caminando con mis muletas y arrastrando aquel pesado aparato para caminar, que hacia poco me habían confeccionado en Madrid y que resultaba ser todo un invento, capaz de mantenerme en pie medianamente erguido, medianamente seguro.
Un enorme patio de recreo, con dos campos de fútbol, cuatro pistas de balón cesto y una pista de patinaje, me esperaban en los momentos de descanso entre clase y clase. Nunca le di un puntapié a un balón y siempre envidié y sigo envidiando a quien es capaz de deslizarse sobre unos patines.
Nunca formé parte de la fila que a golpe de silbato, el hermano Pío ordenaba para entrar en las aulas, tuve bula para subir antes y esperar en los pasillos, mientras el resto de mis compañeros, formados en filas y por clases, esperaban en el patio la orden de entrar.
Luego, como uno mas, garabateaba en la pizarra el abecedario y los números, leía en voz alta aquellas historias en unos viejos libros y soñábamos mil aventuras y diabluras.
Juan Antonio, Rodulfo, Samuel, mi hermano Julio, todos formábamos una pandilla unida por un barrio, por un colegio, por una edad parecida en la que la vida se veía y vivía de otra manera, donde las personas mayores tenían apenas treinta años, que a nosotros se nos antojaban muchísimos.
Una peonza de madera, la chapa de una botella de gaseosa, un viejo clavo, unas bolas de barro cocido, una cuerda, un tirachinas hecho con una horca de madera y las tiras de una vieja cámara de rueda, un patinete con rodamientos por ruedas, adosadas a una vieja tabla, eran nuestros juguetes preferidos y ante todo, la libertad de poder jugar en la calle sin el peligro de ser atropellado o sufrir cualquier otro percance salvo las caídas habituales en los juegos de niños.
Recuerdos de un pasado lejano, de una niñez feliz que se había perdido en la memoria del tiempo y no se por que demonios hoy han vuelto a mi.