jueves, 30 de agosto de 2012

Aquellos comienzos...


Sentados en rústicos taburetes de madera, a la puerta de la casa, trataban de disfrutar de la poca brisa de aire que la noche traía, en aquel caluroso verano. Formaban tertulias hasta altas horas de la noche en que rendidos por los quehaceres de la jornada trataban de conciliar el sueño en unas camas que desprendían calor al contacto con el cuerpo.
Imágenes que se repetían en mil pueblos durante aquel estío ardiente en el que aún no se conocía el aire acondicionado y los ventiladores eran artículos casi de lujo o desconocidos, por aquellos labriegos en remotos pueblos de la meseta castellana.
Con ellos compartí noches de desvelo en compañía de mi mujer que por aquella época ejercía como médico rural en uno de estos pueblos, a caballo entre las provincias de Ávila y Salamanca.
Eran gentes rudas y nobles curtidas por el ardiente sol que abrasaba las cosechas mientras el trillo separaba, grano de paja, en un viaje circular sin fin, tirado por una mula en el que sentado sobre una silla, el labriego realizaba su labor a pleno sol, paliando su sed a golpe de botijo y cubierto con un gran sobrero de paja trenzada.
Fueron muchas las noches, contemplando las estrellas y escuchando viejas historias de las gentes del lugar, horas que ya casi había olvidado, como olvidados están los duros comienzos de una profesión que el tiempo llegó a mejorar, en la que yo solo fui mero testigo y compañía  de los desvelos de mi mujer y la impotencia ante la falta de medios por la lejanía con el hospital mas cercano.
Horas dedicadas a aquellas gentes, cuya existencia y medios de vida parecían anclados en un pasado lejano, casi medieval, donde no existía agua corriente en sus viviendas y las comunicaciones telefónicas se realizaban a través de un único teléfono manejado por una operadora que se encargaba de avisar a los vecinos de las llamadas recibidas o pasarles notas para que llamaran a algún familiar lejano que había tratado de ponerse en contacto con ellos.
Un viejo y casi improvisado consultorio, recibía la vista diaria de aquellas gentes para controlarse la tensión o solicitar las recetas de aquellos medicamentos para paliar sus enfermedades. Ventanas con cristales pintados con cal, para evitar miradas indiscretas del exterior, una vieja mesa de rustica madera y un silla con respaldo de mimbre trenzado, dos taburetes de madera, un destartalado armario de metal, para guardar el poco instrumental con que contaba, una pequeña estufa de butano, para el frió invierno y un suelo de tierra prensada que nunca llegó a tener baldosas o estar cubierto de cemento, que como mínimo, le habría dado otra apariencia a la estancia.
Duros comienzos en los que la soledad debió de ser cruel, cuando yo tenía que regresar a Salamanca para acudir a mi trabajo. No había médicos de guardia ni sustitutos, no existía descanso postguardia, pues la guardia era permanente y permanente la asistencia que se prestaba.
Los tiempos han cambiado, ella habrá dejado en algún rincón de su memoria, guardadas aquellas horas y días que hoy yo y tímidamente, como un mero espectador que fui, he tratado de retratar en este escrito que comenzó con un recuerdo a aquellas horas en las que el calor mantenía a las gentes en la calle.