lunes, 9 de abril de 2012

El Pinar...

Luz de luna que baña la noche, un viento frío mece las hojas de la arboleda mientras el canto de un búho rompe el silencio acompañando los pasos del caminante. Pocas veces se siente la soledad tanto como en medio de un bosque, aunque uno intuya la compañía de ardillas, y aves nocturnas. El lejano recuerdo de aquel bosque de pinos en el que el salobre aire del mar se fundía con el de los árboles, me ha producido siempre un escalofrió. Quizá, recuerdos dormidos y aún no aflorados de un tiempo pasado en el que aún vivían mis padres y en el que yo aún apenas contaba con muy pocos años, tan pocos que la memoria se torna borrosa e incierta. Meriendas en tardes de verano, en las que en bullicio de otros niños correteando en busca de piñas, me sirve de referencia vaga sobre la edad que yo podía tener entonces. Sentado en mi silla contemplaba sus correrías sin poder moverme como ellos, a lo sumo, unos pocos pasos ayudado siempre por mis bastones y aquellas benditas “criadas” (Benita y Ramona) que siempre estaban pendientes de mi. Podían ser los años 1954 ó 1955, pero solo queda el recuerdo borroso del pinar y por ende mi cariño especial hacia este tipo de parajes. Ayer mientras el renqueante tren entre Madrid y Salamanca recorría los pinares que rodean el Escorial, me vino el recuerdo de aquel otro pinar a la orilla de la mar, al que hoy he dedicado este post, quizá algún día termine por descubrir que misterios guardan estos lugares en mi memoria, la memoria de una ya, muy lejana infancia.

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