El lamento del violín, era una prolongación del sentimiento de aquel hombre, que en la calle, frente a una gorra en el suelo, manifestaba su pena implorando una limosna. No era aquel otro violinista callejero del que en alguna ocasión hable en otro de mis post, (autentico maestro y excelente interprete) este, trataba de sacar melodías a un viejo violín de madera carcomida por los años y cuerdas desgastadas por el roce del arco, una y otra vez repetía lo que podía ser la misma melodía, quizá aprendida de memoria con la intuición de un músico sin formación alguna, que de oído es capaz de reproducir una partitura que solo existente en su cabeza. Unas pocas monedas en la gorra y un perro dormitando a sus pies, nadie le prestaba atención salvo aquellos niños que jugando con el perro le hacían compañía por unos momentos.
Unos metros más adelante el sonido de un viejo bandoneón, dada un aire porteño a aquella calle en la que parecía se habían concentrado aquel día los músicos callejeros. Sus melodías de aficionados trataban de alegrar el ir venir de gentes aceleradas que poco reparaban en la música y sus intérpretes, apuradas en sus quehaceres diarios, aquellas melodías no llegaban al publico paseante y se perdían entre el bullicio de gentes agitadas recorrían la calle. Por un momento, reduje mi paso tratando de adivinar que melodía se interpretaba, solo bastaron unos pocos acordes para traer a mi memoria el nombre de aquella pieza, que no era otro que un “Adiós muchachos” casi irreconocible y sentí no solo pena de aquel músico, si no también la del autor de la pieza que si llega a oírla habría levantado sus huesos de la tumba para darle una buena colleja y es que no todos son capaces de tener la altura de aquel otro que en la Calle Zamora de Salamanca, a la altura de la Plaza de los Bandos, hace gala de una perfecta interpretación con su violín demostrando una maestría poco habitual. Si alguna vez pasáis por esta plaza os invito a detener vuestro paso un momento y prestar atención a este verdadero artista.
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