Fueron años difíciles de los que por fortuna solo recuerdo los momentos buenos, aquellos en los que familiares, y amigos venían a verme, aún postrado en aquella cama de hospital, recuperándome de una de las múltiples operaciones con las que pretendían arreglar lo inarreglable.
La alegría de ver a mis amigos, que casi a diario venían a acompañarme, me hacia olvidar dolores y malestares lógicos de un postoperatorio que en aquella época era complicado y casi artesanal.
Mi pierna escayolada, “de aquella manera”, colgaba de un rustico ariete que me impedía todo movimiento, pero no por ello dejaba de jugar a aquellos juegos de mesa (parchis, damas, ajedrez), pues no había videoconsolas ni nada que se pareciera.
El cariño de aquellas monjas, y en concreto de “Sor Yeye” (Apelativo que se ganó pues siempre entraba en mi habitación cantando… ¡Soy una chica yeye!), pequeña en estatura, grande en cariño y alegría, cuyos ojos vivarachos quedaban enmarcados por aquella toca blanca que cubría su pelo que intuía de color castaño. No podré olvidarlos nunca, como nunca podré olvidar a mi abuelo que no faltaba ningún día la cita y siempre era portador de ricos dulces para hacerme olvidar malos momentos.
Hoy, nada se parece a aquel viejo hospital, donde uno se sentía en familia, arropado por enfermeras y médicos, practicantes y cuidadores que siempre tenían la sonrisa en la cara y nunca mostraban su preocupación (real) por como podrían terminar aquellas operaciones...
Alguien me contó mucho tiempo después, que en la mesilla de noche había una ampolla con morfina, que nunca me llegaron a poner, preveían que mis dolores podrían ser tales, que en previsión, el medicamento estaba preparado y por fortuna no tuvieron que utilizarlo.
Viejo caserón que en la calle Álvaro Gil, en cuyo lugar hoy se levantan nuevas viviendas, frente al edificio de Obras Públicas. Hospital de Maria Teresa, en el que tantas horas pasé y del que un vago pero persistente recuerdo me llega como un eco, de tiempos pasados que no fueron ni mejores ni peores, pero si que dejaron una huella imborrable, pues aprendí a tener paciencia, a esperar lo inesperado y asumir lo que parecía inasumible
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